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Foto del escritorSantiago García

El liderazgo en la cultura de la cancelación


Una reflexión sobre la lista negra de “reacción conservadora”


—No, no lo digo por eso. Empiece por no mentirse a sí mismo. El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los demás. (Dostoievsky, Los hermanos Karamazov)

Una de las virtudes que mejor caracterizan a un líder es la de la honestidad. Un líder está obligado a decir la verdad, aunque duela. Porque el dolor de la verdad tiene un efecto inmediato en el receptor. Y con el efecto inmediato también viene la medicina. La mentira, en cambio, suele producir un gusto amargo más tardío, pero que es mucho más difícil de suprimir.


Una verdad aparente que tiene como base una red de mentiras se desploma como un castillo de naipes al ser soplado. El que se miente a sí mismo va perdiendo lentamente la noción de la realidad. Tal vez consigue construir un mundo maravilloso en su cabeza y en la de quienes lo rodean, seguramente, pero ese mundo no es indemne ante la verdad. El mínimo atisbo de franqueza emitido por la voz de algún extranjero que no forma parte de ese mundo, consigue saltar las alarmas en las cabezas de quienes creyeron sus propios embustes.


La verdad duele. La verdad incomoda. Nadie está dispuesto a encarar las interpelaciones que la verdad instala en la conciencia del ser humano. Es justamente por esto que el líder debe asumir la responsabilidad de hacérsela advertir a los demás. Muchachos, alguien tiene que encender la luz.


Nadie afirma que sea una tarea fácil. Mucho menos en una época donde el legalismo moral del progresismo no permite equivocaciones, y en donde la corrección política está a la orden del día. Vivimos en la cultura de la cancelación, nos guste o no.


Entonces el costo social más grande que alguien obtendría por decir la verdad al día de hoy es ser cancelado. Creo que los mártires cristianos se están riendo de nosotros en este momento.


Pero ¿qué significa concretamente ser “cancelado”? Etimológicamente, cancelar significa “cubrir de rejas”. Sí, comparte la misma raíz que la palabra cárcel. Vamos bárbaro hasta ahora.

Siguiendo la línea de razonamiento, cubrir con rejas implica aislar un elemento (en este caso a una persona) de otros elementos (otros miembros de la sociedad). Por lo que podemos concluir que el acto de cancelar no descansa sobre un plano teórico, sino que mueve a la acción. Alguien debe cancelar para que otro sea efectivamente cancelado.


Ahora, ¿quién decide qué es lo que debe ser cancelado hoy? La respuesta es obvia: quien controla el discurso. Si estamos hablando de decir la verdad, lógicamente el acto de expresar la verdad es discursivo y por lo tanto el discurso (y el lenguaje) es condicionado.


Si decimos que la verdad es impopular y que no goza de muchos adeptos, probablemente quien controla el discurso no sea muy devoto de ella. Como consecuencia, intentará censurarla o al menos limitarla.

¿Cómo logra esto? Deslegitimando a su emisor. Si consigue arruinar la reputación de quien la evoca (es decir, si consigue cancelarlo), podrá lograr que la verdad sea al menos cuestionada.


El problema de esto radica en que la verdad es independiente de quien o quienes la dicen. El poder de la verdad reside en sí misma. Por supuesto que la integridad del emisor de esa verdad es importante. El problema es que solemos considerar estos dos aspectos como elementos inseparables, cuando no es así.


El líder no es un ente perfecto. No es ni tiene porqué serlo. Es un ser humano de carácter falible. Vivimos en una sociedad donde ante la mínima falta (decir la verdad) y sin ningún beneficio de la duda, nos condena al exilio de la cancelación.


El peligro de decir la verdad para quien controla el discurso hegemónico es la posibilidad de destrucción del mundo que él mismo ha creado. Se destruye la ilusión de quien cree que la verdad se construye y que uno puede “elegir” su propia verdad. Se agrietan los muros de la dictadura del relativismo que rige nuestra existencia.


La verdad se ha transformado en una especie de dios a la medida de cada individuo. La verdad puede ser elegida, ensamblada o incluso descartada. El objetivo de quien controla el discurso es naturalizar patrones de pensamiento que eviten proponer o sugerir el carácter objetivo de una afirmación verdadera. “Vos podés elegir tu verdad, siempre y cuando coincida con la mía”.


Quien controla el discurso escribe las reglas de juego. Adiestra a sus veedores para que sepan identificar rápidamente quién quiere saltarse los casilleros o alterar los dados. En esa pirámide mediocre, la policía del pensamiento ocupa un lugar notable.


No estoy diciendo que la censura sea algo novedoso o un invento de este tiempo. En absoluto. Lo que quiero decir con esto es que, con la globalización, internet y el avance ininterrumpido del progresismo, la cultura de la cancelación se ha vuelto más sofisticada y también más peligrosa. Ya que, al existir medios más estandarizados y masivos para deslegitimar individuos, los criterios de cancelación son cada vez más arbitrarios, logrando así la uniformidad del discurso. El plan es genial, porque a mayor uniformidad de discurso, mayor posibilidad de fomentar formas homogéneas de pensamiento. Sí, todos tenemos que compartir los mismos criterios con respecto a la realidad.


Pará un minuto: ¿en qué quedamos? ¿no era que todos podemos pensar nuestra propia verdad? Sí, siempre y cuando se trate de temas que no pongan en cuestionamiento el statu quo. Siempre y cuando no haya una transferencia de poder ni una ofensiva al régimen de turno, vos podés hacer lo que quieras. Teñite el pelo de púrpura, andate a Cancún de vacaciones, pero ni se te ocurra hablar de libertad de expresión ni de libertad en general, eso al poder no le gusta. No hablemos de nada controversial, no cuestionemos principios fundamentales. Eso es mala palabra.


Si la verdad no existe, estamos perdidos. Navegamos como un barco a la deriva o como un submarino sin radar. Ya ni siquiera nos interesa llegar a un consenso sobre qué es o qué constituye la verdad. Ya ni nos molestamos siquiera en consensuar. Un líder comunica una verdad. Sin verdad no hay líderes y sin líderes nos quedan solamente los sociólogos culturales (léase “sociologues”). O los sofistas, que son casi lo mismo, sino otra cara de la misma moneda.





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