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¿Qué secretos encierran las últimas palabras de Cristo?


Cristo fue un gran predicador, cautivaba, “seducía a las muchedumbres”, hablaba con autoridad como nunca jamás nadie lo había hecho. Usaba muchos recursos retóricos como parábolas, historias, y por momentos hasta la ironía. Todo lo que decía era de una importancia increíble: ¡era Dios mismo predicando! Pero su legado, su mayor legado, está concentrado en las 7 palabras que pronunció antes de morir. ¿Qué dijo, qué secretos de amor reveló en esas sus últimas “7 palabras”?...



Vivimos en un mundo lleno de palabras, palabras que nosotros mismos olvidamos a veces unos instantes después de pronunciarlas… ¿qué dije?, ¿eso dije yo?... Si las olvidamos nosotros mismos, cuánto más los demás…


Las palabras son como un río que fluye constantemente... la enorme mayoría de esas palabras se evaporan y nunca nadie jamás las recordará.


Pero hay palabras que no se borraron ni se borrarán jamás de la memoria de la humanidad, fueron conservadas, puestas por escrito enseguida y transmitidas a lo largo de los siglos perfectamente intactas: son las 7 palabras o frases que Cristo pronunció antes de morir la tarde del Viernes Santo. Muchos santos y teólogos han escrito y meditado con ellas. Incluso los enemigos de Cristo les quisieron dar una interpretación torcida para arruinar el sagrado legado de las últimas palabras de Jesús. ¿Qué secretos encierran?...


Ante todo, ¿por qué 7? El número 7, como saben es un número sagrado, muy frecuente en las Sagradas Escrituras (7 días de la creación, las 7 vacas gordas y las 7 flacas; Pedro que pregunta: “¿perdonar 7 veces?” y Cristo responde: “¡70 veces 7!”; en el Apocalipsis, las 7 iglesias, 7 candelabros, 7 sellos… etc).


En cuanto a las “palabras”, recordemos que en la historia sagrada “palabra” no es simplemente un instrumento humano para comunicar algo. Para que entendamos mejor: Dios CREA a través de la Palabra (“Dijo Dios, que exista la luz y la luz existió…”). Así la describe el profeta Isaías, “Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo” (Is 55,10-11).


El Hijo de Dios al venir a este mundo fue llamado “la Palabra” o “el Verbo Encarnado”…


Esta palabra sagrada o divina hay que contraponerla con nuestra palabra la palabra humana… que muchas veces no son más que envoltorios, sonidos huecos, falsas promesas, excusas, adulaciones… palabras que no concuerdan con la realidad. En italiano hay un proverbio que suena muy hermosamente así: “Tra il dire e il fare c’è di mezzo il mare” (entre el decir y el hacer está de por medio el mar), parecido a nuestro “del dicho al hecho hay mucho trecho”. Todo lo contrario de la palabra de Dios…


En resumen, las “Siete Palabras” que Jesús pronunció en la cruz son mucho más que las palabras humanas…. Vamos a repasar cada una de ellas, muy brevemente, tratando de descubrir alguno de los misterios que encierran.


Ante todo, pongámonos el “chip” correcto para entender bien el contexto: la cruz es como la cátedra final de las enseñanzas de Cristo. El vía crucis del gran poeta José María Pemán dice que en el Calvario hubo una discípula que no sólo tomó nota, sino que se “Doctoró” en dolores, dice así:


No dice una palabra: que las palabras todas han huido como en día de truenos los pájaros del nido. Está inmóvil, delante de su Hijo, como queriendo ser nada más que una Idea. Está abriéndole el alma, como un libro, para que Él se la lea. Se ofrece toda. No le regatea al dolor, ni un rincón del corazón. Como en una bahía se entraban en tu alma las crecientes de la agonía y la resignación. Así te doctorabas en pena, en esperanzas, en aflicción.

Entremos ya al calvario, también de estas emocionantes palabras de Pemán:

Para estirar tus brazos hasta el clavo, el sayón apoya su rodilla sobre tu corazón. Con espada romana han hecho en la madera una hendidura, para medirte la estatura desde el pie hasta la frente..., ¡Tanto ha medido el río desde el mar a la fuente! Miden el infinito. Miden lo que no tiene medida. La innumerable Eternidad, a empellones, es metida en número de herrero y carpintero. Tiene principio y fin sobre un madero, de clavo a clavo, el que no tiene alfa ni omega. Lega hasta el calvo aquel, Aquel que llega hasta el Padre, y es Verbo y Espíritu Creador. Ya tenemos el lecho mullido para el último amor. Te has hecho a la medida, Señor, de nuestros brazos y de nuestros besos…

Primera Palabra (Lc 23,32-34)

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”


Estamos ante un inocente que, en el momento de la ejecución, en lugar de pensar en sí mismo piensa en sus verdugos. Nos gusta darnos a la autocompasión, a lamernos y relamernos las heridas. A ensimismarnos. Cristo en cambio sale de sí. No ha abierto la boca para reprochar nada a nadie. Ni la condena, ni la flagelación, ni la crucifixión. Todo en el más manso silencio.


La palabra clave sin duda es… “Perdón”… Jesús se dirige al Padre (fijémonos que no lo llama Dios o Señor), como queriendo mostrarle que se lo pide como su Hijo muy amado que es, para garantizar el éxito de su petición.


Muchos se han preguntado, ¿a quién se refiere Jesús cuando dice “perdónalos”? sin duda que en primer lugar a los que materializaron esta cruel tortura, sus verdugos. No sólo intercede sino que parece que los justifica, los excusa “no saben lo que hacen”… por extensión se puede aplicar a todos los que de una u otra manera participaron… o participamos, aún hoy… Sea con nuestras faltas y pecados, pero también con nuestra frialdad e indiferencia. “Dejando hacer” contra Jesús.


Jesús impartió aquí “en acción” su lección magistral sobre el perdón de las ofensas y especialmente el difícil mandamiento de amar a los enemigos… Muchos siguieron su ejemplo, como San Esteban, el primer mártir cristiano que muere perdonando como su maestro: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hch 7, 60).

Segunda Palabra (Lc 23,39-43)

“Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”


Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciéndole: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros”. Pero el otro le increpó: “¿Ni siquiera tú, sufriendo la misma pena, tienes temor de Dios? Y la nuestra es justa, nos dan nuestro merecido; en cambio, éste no ha hecho nada malo”. Y añadió: “Jesús, acuérdate de mí cuando vuelvas como rey”. Jesús le respondió inmediatamente: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.


La escena es insólita, es como el colmo de la humillación. Que lo humille Pilato, que tenía autoridad, o los doctores de la ley… que lo humillen los que lo veían en el camino del calvario o los mismos soldados…. Tiene alguna lógica, están en una posición de superioridad… Pero ¿un reo culpable igualmente crucificado insultando al inocente condenado? Esto colma la paciencia del buen ladrón y toca su corazón y con ello se cristaliza su conversión.


El buen ladrón, reconoce su culpa… y suplica el perdón. Su petición no es desgarradora ni desesperada. Al contrario, está llena de paz y de una confianza total, se diría casi de niño… En realidad, su petición no es una petición sino una confesión de fe en Jesús, el Mesías salvador.


Bien hizo el Buen Ladrón en confiar:

…Confía en el Amor, Hombre, confía: que hay una apelación que está dentro de plazo todavía”. (Pemán)


Jesús responde inmediatamente. No hay tiempo que perder. Están a punto de cruzar el umbral y cada segundo es decisivo. La respuesta de Jesús demuestra que la confianza del buen ladrón era fundada: ya puede morir en paz, porque desde ese instante forma parte del reino que no es de este mundo.


El buen ladrón ha sido el último discípulo que ha conocido a Jesús en esta tierra y el primero en acompañarle al paraíso [ …los últimos serán los primeros… Mt 19, 23 ]. Nunca es demasiado tarde para arrepentirse, nunca es demasiado tarde para recibir el don de la fe.


Tercera Palabra (Jn 19,25-27)

“Mujer, ese es tu hijo”. Y luego dijo al discípulo: “Esa es tu madre”


Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a su madre y al lado al discípulo preferido, dijo Jesús: “Mujer, ese es tu hijo”. Y luego dijo al discípulo: “Esa es tu madre”. Desde entonces el discípulo la tuvo en su casa.


Entran en escena las mujeres valientes que, a pesar de todos los peligros, nunca han abandonado a Jesús; lo han seguido desde Galilea, han escuchado sus palabras y visto sus milagros; se han sentido aceptadas y reconocidas; han sido perdonadas, curadas y por encima de todo han sido muy amadas por el Señor, y el Señor muy amado por ellas.


María Magdalena y María Santísima una y otra tan especialmente amadas por el Señor. Una la que mucho había amado porque mucho se le había perdonado. La otra, la que había sido preservada de toda culpa, y por eso tanto amaba a Dios. Siempre es la misericordia de Dios la que prevalece.


María, su Madre, nada podía hacer, nada podía decir, nada podía cambiar. Pero estaba… stat iuxta crucem estaba allí de pie junto a la cruz, contemplando amando, sufriendo, callando y de esa manera corredimiendo…


Si las tres primeras palabras de Jesús en la cruz han puesto de manifiesto su misericordia para con los demás (con sus verdugos, con el buen ladrón, con su madre y el discípulo amado, las cuatro siguientes reflejan el drama interior de Jesús, su lucha entre la vida y la muerte, entre el rechazo y la aceptación del misterio. Las siguientes cuatro palabras dan testimonio del martirio del Hijo de Dios para la salvación de toda la humanidad.

Cuarta Palabra (Mt 27,45-46; Mc 15,33-34)

“Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?”


Desde el mediodía hasta la media tarde toda aquella tierra estuvo en tinieblas. A media tarde gritó Jesús muy fuerte: “Elí, Elí, lemá sabaktani” (Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado).


Esta expresión marca el momento culminante del martirio de Nuestro Señor en la cruz y señala también uno de los secretos más difíciles de desentrañar del misterio de nuestra redención: ¿Qué significan esas palabras? Los teólogos han dado distintas respuestas a este enigma…


La más sencilla es que Cristo en este momento comienza a recitar el salmo 21 que comienza precisamente así “Dios mío… Dios mío…” y luego continúa rezando el salmo en voz baja.


Notamos que no dice “Padre mío”, como dijo en la primera palabra y como dirá inmediatamente después en la séptima. No dice «Padre», sino «Dios mío». No habla ahora en plan de hijo. Ahora habla en plan de pecador, de representante de todos los pecadores del mundo. Y por eso no emplea el dulce nombre de Padre, sino una expresión llena de respeto y adoración: «Dios mío».

Quinta Palabra (Jn 19,28-29)

“Tengo sed”


Después de esto, sabiendo Jesús que todo quedaba terminado, para que se terminara de cumplir la Escritura, dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro de vinagre. Sujetando a una caña de hisopo una esponja empapada en el vinagre, se la acercaron a la boca.


¿De qué sed se trataba? (si dejase acá la pregunta como un examen ¿qué pondrían?). “Sed de almas” decimos siempre. Pero… primero lo primero: dicen los que estudiaron la pasión que la pérdida de sangre produce sed. Sed fisiológica, ¡sed de agua! Jesús casi literalmente se estaba muriendo de sed. Comenta S. Roberto Belarmino, “Nuestro Señor sufrió desde el comienzo de la crucifixión una sed de lo más dolorosa, y esta sed siguió creciendo, de tal forma que se convirtió en uno de los dolores más intensos que tuvo que soportar en la Cruz”


Pero Él, el divino Paciente, que no se quejó absolutamente de nada en medio de aquellos tormentos increíbles de la flagelación, de la coronación de espinas y de la crucifixión; no se hubiera quejado tampoco de esta sed de si no hubiera querido decirnos algo misterioso si detrás de ese sentido literal, si no hubiera un sentido figurado, un sentido alegórico, para decirnos algo más.


Sí, sin duda que más fuerte que la sed de agua era su sed de almas. Tenía una sed devoradora de almas, de nuestras almas en general, pero ¡de mí alma en particular!


Cristo no tuvo vergüenza en presentarse como un mendigo de amor… a nosotros que tanto nos avergüenza mendigar cariño, que tanto nos humilla… Nosotros tenemos sed “de cosas”… “de metas”…, el Señor tiene sed de nuestro amor ¡es para llorar este triste desencuentro!...


Con voz de trueno le gritaste a tu Padre su abandono. Luego, con otro tono más dulce y amistoso, te quejabas de la sed. ¿Por qué has dicho que tenías sed, con ese tono apagado? ¿Es a mí al que me hablabas? ¿Soy yo el que te faltaba, cuando ya estaba todo consumado?

(Pemán)

Sexta Palabra (Jn 19,30)

“Todo está cumplido”


Instantes después de pronunciar su quinta palabra, el divino Crucificado pronunció la sexta: «Todo se ha consumado, todo está cumplido».


¿Qué es lo que se ha cumplido? Para S. Agustín, son las antiguas profecías anunciadas por David en los salmos, por Isaías, Jeremías y Zacarías, entre otros; Jesús fue recorriendo todo el conjunto de las profecías del Antiguo Testamento y vio que estaba todo perfectamente cumplido. No faltaba ni un solo detalle. O bueno, faltaba un detalle del salmo 68: «Y en mi sed me dieron a beber vinagre». Pero en aquel momento, acababa de cumplirse.


Jesús ha llevado a cabo la obra que el Padre le había encomendado: ha predicado el Evangelio, ha sanado, ha hecho milagros, ha cargado la cruz a cuestas y ha bebido hasta el fondo el cáliz del sufrimiento, nada le falta ahora sino morir. “Todo está cumplido, porque nada quedó luego más que la muerte, que sucedió inmediatamente, y cumplió el precio de nuestra redención” (S. Roberto Belarmino).


Qué alegría si el Señor nos llamara ahora y pudiéramos decirle con tranquilidad Señor mío… ¡todo está consumado! He cumplido con todo lo que esperabas de mí….


Séptima Palabra (Lc 23,46)

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”


Era ya eso de mediodía cuando se oscureció el sol, y toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. La cortina del santuario se rasgó por medio. Jesús gritó muy fuerte: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.


“Suaves son los clavos, y suave la madera, que soporta un peso tan suave y bueno” (himno Crux fidelis de Venancio Fortunato: Dulce lignum, dulces clavos, Dulce pondus sustinet), canta la Iglesia en la adoración del madero santo.


El crucificado está exhausto y su cuerpo va cediendo. Envuelto en un manto de oscuridad, Jesús expira invocando a su Padre, ese Padre al que tanto ama y que le ha mandado al mundo para cumplir una misión que parecía imposible a los ojos de los hombres. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” evoca la súplica del justo atormentado en el Salmo 31(30),6: “En tus manos pongo mi vida: tú Señor, el Dios fiel, me librarás”. Es la misma oración que pronunció S. Esteban, en el momento de su muerte: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hech 7,58). Las últimas palabras del mártir son dejar la vida en depósito, no a la tierra, sino a Dios.


«La muerte de Sócrates es la muerte de un sabio, -decía un filósofo- pero la muerte de Cristo es la muerte de un Dios»

María, en tus rodillas, ya tiene derrotado todo el Poder y toda la Grandeza, La Pasión se ha acabado. La Compasión empieza. Para sufrir hasta morir, Jesús estuvo ante los hombres todos, en la Cruz, descubierto. Pero María tiene ahora escondida, para ella sola, la soledad de su hijo muerto. En su falda y su manto, cubierto el cuerpo puro, dueña y señora del futuro, Ella empieza a ser todo: evangelio, sepultura, mirra, sudario, ungüento. La primera y más pura Iglesia: todo, todo. Ellas el ejemplo, la ocasión, el modo; y la Corredención y la Pureza; el canal de la Gracia y la Belleza… Ella el altar y el sacerdote; el vino y el cenáculo. Se ha acabado la Cruz. Comenzó el Tabernáculo. Las nubes que se encienden en la cumbre atardecida del Calvario son ya luces cristianas ante el primer Sagrario.

(Pemán)

Terminemos con estas bellas palabras del poema A Cristo crucificado de José Bergamín:

«Tú me ofreces la vida con tu muerte y esa vida sin Ti yo no la quiero; porque lo que yo espero, y desespero, es otra vida en la que pueda verte».

¡Dios te bendiga!


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