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Foto del escritorEduardo Peralta

¿Si no vemos no creemos?



Algo realmente atrapante y maravilloso es contemplar a Jesús apareciéndose a la gente después de su Resurrección. Hay que tener en cuenta que Él había resucitado a muchos, como a Lázaro. Pero esta vez lo hacía ÉL mismo. Y no sólo eso, sino que su muerte era la culminación de todo un proceso de sufrimiento que conocemos con el nombre de Pasión. Esto hacía -para los que presenciaron aquellos hechos- que la Resurrección sea algo todavía más sorprendente.

Quizás no tenemos en cuenta que Jesús primero se le apareció a su Madre, María Santísima. Esto no lo cuentan los evangelios, pero santos como Ignacio de Loyola, en su famoso librito de los “Ejercicios Espirituales”, da por descontado que fue lo primero que hizo el Señor. Cuando menciona la primera aparición del Señor, dice: “Primero: apareció a la Virgen María, lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho, en decir que apareció a tantos otros; porque la Escritura supone que tenemos entendimiento”.

Aunque esté en español antiguo, es claro lo que quiso decir el Santo de Loyola con eso de que “la Escritura supone que tenemos entendimiento”: nos está recordando que, a la hora de meditar estos pasajes, no nos puede faltar el “sentido común”… Después de todo… es lógico que la persona que más padeció-con Jesús su pasión y muerte; quien estuvo fielmente a su lado hasta el final, sea también quien más intensa y ardorosamente haya ansiado verlo. Por su parte, el amor de Jesús por María era también infinitamente intenso, ¿qué le iba a impedir, después de resucitado, volver a mirarla a los ojos y estrecharle un fuerte abrazo?...

Si nos ponemos un segundo en el lugar de Cristo Resucitado…, ¡lo primero que haríamos sería correr al encuentro con nuestra Madre María!

De este modo la aparición a María Magdalena se presenta como la primera entre sus discípulos. Y por eso Santo Tomás la llamó nada menos que “apóstol de los apóstoles”. Los sucesos de Emaús también son de mucha riqueza espiritual. Sin embargo, uno de los momentos que destacan –y que a mí particularmente me agradan-, es la aparición a los discípulos. A todos, mientras estaban reunidos.

Juan, en el Evangelio, nos dice que primero se le apareció a los discípulos, que estaban encerrados por miedo a los judíos. Esto sucedió al atardecer del primer día de la semana, o sea, el Domingo de la Resurrección. En ese momento Jesús les mostró sus llagas, luego de saludarlos con su Paz. “Diciendo esto, les enseñó las manos y el costado” (Jn 20, 20). Después de esto les da la promesa del Espíritu Santo y pronuncia aquellas palabras con las que instituye el sacramento de la confesión: “a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”, (Jn 20, 23).

Más tarde aparece la figura controversial de Tomás.

Tomás es un personaje clave para entender la Fe. Porque la Fe supone dejar de lado nuestro propio criterio. Por un lado, tenemos la Fe y por otro lado tenemos “lo que se puede ver y tocar”, lo “experimentable” podríamos decir. ¿Cuántos de nosotros no hemos oído decir “Dios no existe, nunca lo he visto, si lo veo creería en Él”?

Justamente, será este discípulo el que -con un escepticismo a prueba de balas…- puso en duda nada menos que la palabra del resto de los Doce (“¡Hemos visto al Señor!”). Tomás pone su “queja”: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo” (Jn 20, 25).

Si no lo veo, no lo creo. Si Dios no hace algo por mí, yo no haré algo por Él. Si no lo puedo ver por ningún lado, si no para el mal que hay en el mundo, si sigue habiendo enfermedades, guerras y pandemias, no voy a creer. Esto es lo que grita muchas veces nuestro mundo… tan escéptico… tan incrédulo.

Hay muchas cosas que podemos brindar o transmitir a otras personas. Pienso por ejemplo en la alegría, la tristeza, el amor, la seguridad, la paz… y tantas otras cosas. Pero hay algo que no podemos trasmitir, y eso es la Fe. La Fe es un don de Dios algo que sólo él puede dar. Es cierto, que implica también un acto de la propia voluntad. Pero ante todo es un don divino recibido.

El genio de Santo Tomás de Aquino dejó esto mismo expresado magníficamente, en los himnos de la Solemnidad de Corpus Christi. En síntesis: la Fe suple lo que los sentidos no alcanzan a percibir. Especialmente en la Sagrada Eucaristía: vemos algo que parece una cosa, pero en esencia es otra. Vemos una hostia blanca, en donde se contiene el Cuerpo y Sangre de Cristo. En el himno Pange Lingua dice Tomás: “…y aunque fallan los sentidos, basta la sola fe para confirmar al corazón recto”. En el Tantum Ergo: “la fe supla la incapacidad de los sentidos”. Y, finalmente, en el Adoro te devote menciona a nuestro discípulo Tomás y la Fe: “No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame”.

Existe también lo que llaman la “fe natural”. Si uno le pregunta a alguien la hora y esa persona nos da una respuesta luego de mirar su reloj, lo que hacemos inmediatamente es creer en lo que aquella persona nos está respondiendo. Nadie se animaría a decirle “Hasta que yo no vea su reloj y vea que las agujas están acomodadas de tal modo yo no creeré lo que me está diciendo”. ¿Es ilógico no? Sí… pero… es lo que Tomás hizo… justamente les pidió a los discípulos que le muestren “las agujas del reloj”. La diferencia es que no se trataba de la hora, sino de su Maestro…

En la Escritura no se explica por qué Tomás no estuvo cuando Cristo se apareció a los doce la primera vez. Sin embargo, el Señor lo dispuso así para darnos un mensaje a todos. Por eso Tomás es la enseñanza y figura de lo que muchas veces en nuestras vidas practicamos respecto a la Fe. Mucho más nosotros, que no lo hemos visto obrar milagros… ¡Ni siquiera lo hemos visto! Tampoco hemos tenido la alegría de escuchar sus palabras, caminar a su lado, ni presenciar sus prodigios o compartir una comida.

A esto se le suman más de 2000 años de lejanía en el tiempo… y una cultura actual en la que el relativismo y el descrédito de la Fe y las cosas espirituales están tan de moda...

En muchas ocasiones esta “descarada falta de Fe” se da en distintos aspectos de nuestra vida espiritual. Si estamos llamados al heroísmo, a la santidad, ¿qué necesitamos para poner en acción lo que ya sabemos debemos hacer? ¿Qué nos falta? ¿Por qué no empezamos?

Esto es como decir en nuestro interior: “hasta que el Señor no se me aparezca y obre algún milagro, no voy a tomar mi cruz y seguirlo, no voy a practicar las virtudes”.

A veces pretendemos tener una “experiencia mística”, una aparición majestuosa, presenciar algún milagro en nosotros o en alguien cercano. Quisiéramos haber estado en ese lugar junto a Jesús, pero no nos damos cuenta que seríamos seguramente el mismo Tomás. Otras veces quisiéramos haber estado en alguno de los milagros famosos. Alguno eucarístico tal vez. O incluso “soñamos” con haber sido testigos del Milagro del Sol, en Fátima, o tantos otros…

Pero el Maestro nos dice: «Porque me has visto has creído… ¡Bienaventurados los que crean sin haber visto!» (Jn 20, 29).

Continuamente ponemos nuestra Fe en “pausa”, y nos quedamos en el punto de largada. Dejamos pasar el tiempo, postergamos, procrastinamos, posponemos para mañana lo que podemos hacer hoy... Como dice el poeta Lope de Vega, decimos “mañana”, para al día siguiente decir lo mismo: “mañana”:

“¡Cuántas veces el ángel me decía: «Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana, «Mañana le abriremos», respondía, para lo mismo responder mañana!”

Sin embargo, Jesús siempre nos da otra oportunidad. Y más todavía, nos pide que lo toquemos, que metamos nuestro dedo en los agujeros de su mano y la mano en su costado. “No seas incrédulo, sino hombre de Fe” (Jn 20, 27), nos exige en forma reiterada. “Hombre de poca Fe, ¿por qué dudaste?” (Mt 14, 31), le había dicho a San Pedro en otra oportunidad.

Hay que pedir al Señor que nos regale la Fe, que nos de su Luz. Suplicarle de algún modo que, si hemos perdido este don maravilloso, podamos recuperarlo con su ayuda. Y poder así escondernos en el misterio de sus llagas amorosas y hundirnos en su Sagrado Corazón diciendo: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28).

SICUT TOMAS:

Así, como el discípulo abrumado

por la duda ante el rostro y tu semblante,

Así, como ese frío y angustiante

velo que a nuestros ojos han tapado.

Así, Señor, me encuentro desolado

sin la grandeza de tu amor triunfante,

sin la blancura de tu sol radiante

que destierra la sombra del pecado.

Fulgor eterno, que jamás te apagas,

que resplandeces suspendido en Cruz;

Tú, que en sangre divina nos embriagas:

Devélame los ojos, Buen Jesús,

escóndeme en el hueco de tus llagas,

devuélveme la Fe y dame tu Luz.

Eduardo Peralta


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