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Adviento, tiempo de esperanza

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Meditaciones de

Adviento

Fuente:

Hablar con Dios

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Adviento, tiempo de esperanza

Autor:

Francisco Fernandez-Carvajal

DICIEMBRE

(clic para leer el evangelio del día)

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Adviento, tiempo de esperanza

1. Santa María, Maestra de esperanza. Origen del desánimo y del desaliento. Jesucristo, el bien supremo.

 

El espíritu del Adviento consiste en buena parte en vivir cerca de la Virgen en este tiempo en el que Ella lleva en su seno a Jesús. La vida nuestra es también un adviento un poco más largo, una espera de ese momento definitivo en el que nos encontraremos por fin con el Señor para siempre. El cristiano sabe que este adviento ha de vivirlo junto a la Virgen todos los días de su vida si quiere acertar con seguridad en lo único verdaderamente importante de su existencia: encontrar a Cristo en esta vida, y después en la eternidad.

 

Y para preparar la Navidad, ya tan cercana, nada mejor que acompañar en estos días a Santa María, tratándola con más amor y más confianza. Nuestra Señora fomenta en el alma la alegría, porque con su trato nos lleva a Cristo.

 

Ella es «Maestra de esperanza. María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48). Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era Ella, para los hombres y mujeres de entonces?

 

Las grandes heroínas del Viejo Testamento –Judit, Ester, Débora– consiguieron ya en la tierra una gloria humana (...). ¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza».

 

No cae en desaliento quien padece dificultades y dolor, sino el que no aspira a la santidad y a la vida eterna, y el que desespera de alcanzarlas. La primera postura viene determinada por la incredulidad, por el aburguesamiento, la tibieza y el excesivo apegamiento a los bienes de la tierra, a los que considera como los únicos verdaderos. El desaliento, si no se le pone remedio, paraliza los esfuerzos para hacer el bien y superar las dificultades.

 

En ocasiones, el desánimo en la propia santidad está determinado por la debilidad del querer, por miedo al esfuerzo que comporta la lucha ascética y tener que renunciar a apegamientos y desórdenes de los sentidos.

 

Tampoco los aparentes fracasos de nuestra lucha interior o de nuestro afán apostólico pueden desalentarnos: quien hace las cosas por amor a Dios y para su Gloria no fracasa nunca: «Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo –ahora y en esto– era fracasar. –Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!». «No has fracasado: has adquirido experiencia–. ¡Adelante!».

 

Dentro de pocos días veremos en el belén a Jesús en el pesebre, lo que es una prueba de la misericordia y del amor de Dios. Podremos decir: «En esta Nochebuena todo se para en mí. Estoy frente a Él: no hay nada más que Él, en la inmensidad blanca. No dice nada, pero está ahí... Él es Dios amándome». Y si Dios se hace hombre y me ama, ¿Cómo no buscarle? ¿Cómo perder la esperanza de encontrarle si Él me busca a mí?

 

Alejemos todo posible desaliento; ni las dificultades exteriores ni nuestra miseria personal pueden nada ante la alegría de la Navidad que ya se acerca.

 

2. El objeto de nuestra esperanza.

 

La esperanza se manifiesta a lo largo del Antiguo Testamento como una de las características más esenciales del verdadero pueblo de Dios. Todos los ojos están puestos en la lejanía de los tiempos, por donde un día llegaría el Mesías: «los libros del Antiguo Testamento narran la historia de la Salvación, en la que, paso a paso, se prepara la venida de Cristo al mundo».

 

En el Génesis se habla ya de la victoria de la Mujer sobre los poderes del mal, de un mundo nuevo. El profeta Oseas anuncia que Israel se convertirá y florecerá en el amor antiguo. Isaías, en medio de las decepciones del reinado de Ezequiel, anuncia la venida del Mesías, Miqueas señalará a Belén de Judá como el lugar de su nacimiento.

 

Faltan pocos días para que veamos en el belén a Nuestro Señor, a quien todos los profetas anunciaron, la Virgen cuidó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y lo señaló después entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su Nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza.

 

Jesucristo proclama, desde el pesebre de Belén hasta el momento de su Ascensión a los cielos, un mensaje de esperanza. Jesús mismo es nuestra única esperanza. Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. Miramos hacia la gruta de Belén, «en vigilante espera», y comprendemos que sólo con Él nos podemos acercar confiadamente a Dios Padre.

 

El Señor mismo nos señala que el objeto principal de la esperanza cristiana no son los bienes de esta vida, que la herrumbre y la polilla corroen y los ladrones desentierran y roban, sino los tesoros de la herencia incorruptible, y en primer lugar la felicidad suprema de la posesión eterna de Dios.

 

Esperamos confiadamente que un día nos conceda la eterna bienaventuranza y, ya ahora, el perdón de los pecados y su gracia. Como una consecuencia, la esperanza se extiende a todos los medios necesarios para alcanzar ese fin. Desde este aspecto particular, también los bienes terrenales pueden caer en el ámbito de la esperanza, pero sólo en la medida y en la manera con que Dios los ordena a nuestra salvación.

 

Vamos a luchar, estos días y siempre, con todas nuestras fuerzas contra esas formas menores de desesperación que son el desánimo, el desaliento y el estar preocupados casi exclusivamente por los bienes materiales.

 

La esperanza lleva al abandono en Dios y a poner todos los medios a nuestro alcance, para una lucha ascética que nos impulsará a recomenzar muchas veces, a ser constantes en el apostolado y pacientes en la adversidad, a tener una visión más sobrenatural de la vida y de sus acontecimientos.

 

«En la medida en que el mundo se canse de su esperanza cristiana, la alternativa que le queda es el materialismo, del tipo que ya conocemos; estoy nada más. Su experiencia del cristianismo ha sido como la experiencia de un gran amor,

el amor de toda una vida... Ninguna voz nueva (...) tendrá ningún atractivo para nosotros si no nos devuelve a la gruta de Belén, para que allí podamos humillar nuestro orgullo, ensanchar nuestra caridad y aumentar nuestro sentimiento de reverencia con la visión de una pureza deslumbradora».

 

3. Confianza en el Señor. Nunca llega tarde para darnos la gracia y las ayudas necesarias.

 

Escuchadme, los desanimados, que os creéis lejos de la victoria. Yo acerco mi victoria; no está lejos, mi salvación no tardará.

 

Nuestra esperanza en el Señor ha de ser más grande cuanto menores sean los medios de que se dispone o mayores sean las dificultades.

 

En cierta ocasión en que Jesús vuelve a Cafarnaúm, nos dice San Lucas que todos estaban esperándole. En medio de aquella multitud sobresale un personaje que el Evangelista destaca diciendo que era un jefe de sinagoga y pide a Jesús la curación de su hija: se postró a sus pies; no tiene reparo alguno en dar esta muestra pública de humildad y de fe en Él. Inmediatamente, a una indicación del Señor, todos se ponen en movimiento en dirección a la casa de Jairo. La niña, de doce años, hija única, se estaba muriendo. Debe de estar ya agonizando.

 

Precisamente entonces, cuando han recorrido una parte del camino, y al amparo de la multitud, una mujer que padece una enfermedad que la hace impura según la ley se acerca por detrás y toca el extremo del manto del Señor. Es también una mujer llena de una profunda humildad.

 

Jairo había mostrado su esperanza y su humildad postrándose delante de todos ante Jesús. Esta mujer pretende pasar inadvertida, no quería entretener al Maestro; pensaba que era demasiado poca cosa para que el Señor se fijara en ella. Le basta tocar su manto.

 

Ambos milagros se realizarán acabadamente. La mujer, en la que había fracasado la ciencia de tantos médicos, será curada para siempre, y la hija de Jairo vivirá plena de salud a pesar de que cuando llega la comitiva, después del retraso sufrido en el trayecto, haya muerto.

 

Durante el suceso con la hemorroísa, ¿qué ocurre con Jairo? Parece que ha pasado a segundo plano, y no es difícil imaginarlo un tanto impaciente, pues su hija se le moría cuando la dejó para buscar al Maestro.

Cristo, por el contrario, no aparenta tener prisa. Incluso parece no dar importancia a lo que ocurre en casa de Jairo. Cuando Jesús llega, la niña ya había muerto. Ya no hay posibilidad de salvarla; parece que Jesús ha acudido tarde. Y precisamente ahora, cuando humanamente no queda nada por hacer, cuando todo invita al desaliento, ha llegado la hora de la esperanza sobrenatural.

 

Jesús no llega nunca tarde. Sólo se precisa una fe mayor. Jesús ha esperado a que se hiciese «demasiado tarde», para enseñarnos que la esperanza sobrenatural también se apoya, como cimiento, en las ruinas del esperar humano y que sólo es necesario una confianza sin límites en Él, que todo lo puede en todo momento.

 

Nos recuerda este pasaje nuestra propia vida, cuando parece que Jesús no viene al encuentro de nuestra necesidad, y luego nos concede una gracia mucho mayor. Nos recuerda tantos momentos junto al Sagrario en que nos ha parecido oír palabras muy semejantes a éstas: No temas, ten sólo fe. Esperar en Jesús es confiar en Él, dejarle hacer.

 

Más confianza, cuanto menores sean los elementos en que humanamente nos podamos apoyar.

 

La devoción a la Virgen es la mayor garantía para alcanzar los medios necesarios y la felicidad eterna a la que hemos sido destinados. María es verdaderamente «puerto de los que naufragan, consuelo del mundo, rescate de los cautivos, alegría de los enfermos».

 

Pidámosle que sepamos esperar, en estos días que preceden a la Navidad y siempre, llenos de fe, a su Hijo Jesucristo, el Mesías anunciado por los Profetas.

 

«Ella precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 P 3, 10)».

 

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