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¿Quién soy yo? ¿Cómo resolvemos la crisis de identidad?





“Cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa”. G.K. Chesterton


Hace algunas semanas que vengo pensando en el concepto de identidad. Sobre todo, a la luz de la Pascua de Resurrección, donde nuestra naturaleza pasa a ser definida por el Sacrificio invaluable de Cristo.


Vivimos en una cultura marcada por una búsqueda incesante de la identidad, esto es innegable. Existe una obsesión, casi como de un culto, en encontrar qué elementos delimitan nuestra identidad y “nos hacen ser quienes somos”.


La realidad es que no podremos saber quiénes somos si primero no conocemos a Dios. Dios, Principio y Autoridad de todo lo que existe, es quien ha establecido el orden en que el mundo se rige. Cualquier intento de construir una identidad fuera de ese marco normativo es sinónimo de autodestrucción.


Hoy somos testigos de dos cosmovisiones que luchan entre sí:

la cristiana, basada en la revelación bíblica y en la tradición; y una visión anticristiana sostenida en las políticas identitarias (identity politics), que busca imponerse en tono agresivo.


En nuestra época, la identidad (concepto que en la Biblia no aparece como tal) se define en relación a uno de los pecados más graves de nuestro tiempo: la idolatría del yo. Esto significa que un individuo “construye” su ser y su personalidad sin tener en cuenta estándares externos o límites prestablecidos. La construcción de la identidad es inmanente y por lo tanto destierra a Dios como principio definitorio del ser humano.


Se habla constantemente de una búsqueda de “autenticidad” basada en el “amor propio”, donde es el individuo quien decide qué está bien y qué está mal. Por lo tanto, los límites que antes enmarcaban la esencia de lo que es ser humano se desvanecen. Parece que el “seréis como dioses” del Jardín del Edén nunca perderá vigencia.


Podremos pensar que como cristianos estamos muy alejados de esta realidad y que esa cosmovisión antinatural no nos perjudica y que incluso ni siquiera manejamos las mismas categorías de análisis. Piensen de nuevo. Citando a Chesterton, “somos hijos de nuestro tiempo”, de manera que estamos inmersos en la mentalidad moderna y por lo tanto muchas veces nos dejamos llevar inconscientemente por estos patrones de pensamiento.


El historiador Carl Trueman, en su libro “El Origen y el Triunfo del Ego Moderno”, utiliza el concepto de individualismo expresivo para manifestar que hoy encontramos sentido a nuestra vida al dar expresión a nuestros sentimientos y deseos.


“La comprensión de la vida que surge con el expresivismo romántico de

finales del siglo XVIII, que cada uno de nosotros tiene su propia forma de

realizar nuestra humanidad, y que es importante encontrar y vivir la propia,

en lugar de rendirse a la conformidad con un modelo que se nos impone

desde fuera, por la sociedad, o la generación anterior, o la autoridad religiosa o política”. (Taylor, Charles. A secular age. P. 475)


En otras palabras, tengo que asegurar mi felicidad y mi placer a cualquier costo. Nos rebelamos constantemente contra nuestro Creador y no queremos reconocerlo. Y lo entiendo, estamos en medio de esa batalla en la que luchamos fervientemente por hacer bien las cosas. Hay mucha gente que sufre, que no sabe quién es ni por qué vive. Cuando estamos perdidos, intentamos encontrar un reemplazo de Dios para encontrar paz. Lamentablemente, cualquier ídolo que construyamos para adorar, tarde o temprano se hace trizas.


Si decidimos construir nuestra identidad alrededor de los ídolos de esta época, lo más probable es que reduciremos nuestra humanidad a solo un aspecto de ella. Si decido pertenecer al alfabeto interminable de “identidades sexuales”, mi identidad estará puesta en lo que me atrae sexualmente y esa dimensión pasará a ser la que caracterice mi ser en su totalidad. Si decido hacer culto de mi cuerpo y de su independencia completa del orden creado, el asesinato de un ser humano no me parecerá un crimen. Sé que lo que digo suena cruento, pero no por eso deja de ser cierto. Lo primero que necesitamos entender es cómo la revelación bíblica y la tradición enseñan quiénes somos. El temor de Dios es el principio de la sabiduría.


Entonces, ¿quién dice Dios que soy yo?

Básicamente, debemos tener en cuenta tres premisas:


El ser humano hecho a imagen y semejanza de Dios.

En el libro del Génesis, vemos explicado en detalle al orden creado. “En el Principio, Dios…”. Dios como principio regulador de toda la creación. “Dios vio que era bueno”, es decir, todo aquello que creó está ordenado a la perfección, que es Dios, obviamente. El Génesis nos detalla los aspectos distintivos de la creación, donde el hombre y la mujer son diferentes al resto de las especies animales:


a. El ser humano se encuentra por encima del resto de las especies.

b. A él fue confiado el dominio sobre el resto de la creación.

c. Su relación como ser creado en relación a Dios también es diferente. El ser humano puede conocer a Dios.

d. El hombre fue creado a su imagen y semejanza. Esto significa que el ser humano refleja una cualidad esencial de Dios que Él mismo ha puesto en aquel.


Aquello sobre lo que definamos nuestra identidad será lo que adoremos. Fuimos hechos para glorificar a Dios porque al poseer cualidades que reflejan a Dios, nuestro ser intenta llevarnos a Él. Hay un retorno constante a ese Principio fundamental. Esto de ninguna manera significa que somos “divinos” sino que nuestro ser está llamado a reflejar y a participar de la Gloria de Dios. Esa esa nuestra meta en esta tierra: exponer a través de nuestra vida la verdadera justicia y santidad de Dios. Somos llamados a la comunión con Dios. Esta es la máxima aspiración del ser humano.



El ser humano caído por el Pecado Original.

Esta premisa permite explicar el drama del mundo de hoy. ¿Por qué no vivimos en conformidad al orden creado? ¿Por qué traicionamos constantemente el mandato divino de glorificar a Dios? La prueba de esto está en los diferentes males que padecemos: hambrunas, guerras, injusticia, persecución, perversiones sexuales, adicciones, depresión…y podría seguir.


La explicación debemos encontrarla en nosotros y en nuestra capacidad para hacer el mal. Existe una tendencia muy arraigada en nuestra cultura de externalizar el mal y culpar a la sociedad de que el mal exista en primer lugar o de que el hombre sea malvado (no es una novedad, Rousseau fue quien logró popularizarla).


Es la degradación de nuestra naturaleza creada, producto del Pecado Original, por la que existe el mal en el mundo.

A partir de Adán, la historia humana cambia. Esta caída en la naturaleza humana nos ha enemistado con nuestro Creador y nos ha vuelto rebeldes.

Es este impedimento que ha quedado impreso en nosotros los que muchas veces nos hace huir de su presencia.

Si existe algo democrático en este mundo es nuestra propensión a pecar.


La cultura actual niega o ni siquiera está al tanto de esta realidad, y considera que para que no exista más maldad en el mundo hay que reformar la sociedad. En el fondo anhelan una utopía marxista de justicia perfecta y ausencia total de sufrimiento. En verdad, el ser humano vive en una contradicción: es capaz de hacer muchísimo bien y de obtener grandes logros, y al mismo tiempo es capaz de cometer los actos más viles de los que se tenga conocimiento. El pecado de Adán reverbera hasta nuestros días.


Si la cultura actual dice que el hombre es naturalmente bueno como todo lo que sale de él, ¿Qué motivos hay entonces para el arrepentimiento?¿Para qué necesitamos a Cristo?



El ser humano redimido y restaurado por Cristo

En Cristo encontramos a la humanidad supeditada en sumisión y obediencia total a Dios. En Él encontramos resolución y restauración al problema de nuestra iniquidad. El Inocente pagó por el pecado de los injustos. Cristo refleja la imagen del hombre antes de la Caída. Y es por esta razón que nuestra meta es la conformidad de nuestra vida con Cristo. Esa es la llamada de santidad para nuestro mundo.


“El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del Cielo. Cual el terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también los celestiales. Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial”. (1 Corintios 15, 47)

El Sacrificio de Cristo nos restaura a través de un proceso que durará toda la vida y que culminará con nuestra salvación. Cristo es quien debe encargarse de reformar nuestros corazones, y no la sociedad quien deba reformar los corazones. Si es así, nunca será suficiente y ninguna reforma humana traerá la paz y la plenitud que muchos de estos grupos identitarios buscan. Hoy es poder elegir el pronombre que mejor me describe, mañana será exigirlo a través de la legislación. Para la cultura actual, no hay arrepentimiento que sea suficiente para reformar a su manera. No cree en el perdón y mucho menos en la gracia.


Si tenemos en cuenta estas tres premisas para nuestra vida, podremos sortear la tentación de poner nuestra identidad en los ídolos de esta época y no en Dios. Al final, todo esto se resume en la máxima de Romano Guardini:

“Solo aquel que conoce a Dios, conoce al hombre”.



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